domingo, 16 de enero de 2011

Sociohistoria de la Agricultura

MODELO AGROEXPORTADOR EN AMAERICA LATINA Y EL CARIBE.

En los últimos decenios América Latina se ha visto estremecida internamente y en como parte de una dinámica de alcance mundial. El motivo primario de esos cambios lo ubicamos en un profundo proceso de rehabilitación del sistema capitalista inmerso en una crisis estructural que suma ya varias décadas.

Esta rehabilitación involucra todos los niveles del ciclo económico, que se alteran en su esencia, y que conmocionan el conjunto del orden social, algunos de estos ámbitos son: a) Los mecanismos que dominan la producción de bienes y servicios, y la reproducción misma del trabajador; b) los criterios que rigen la distribución del producto social; c) los circuitos financieros y comerciales -incluido el mercado de trabajo-; y d) las pautas que rigen el consumo –productivo y personal-. Algunas de estas alteraciones son por demás evidentes y sumamente difundidas, otras podrían pasar desapercibidas al observador común.

En lo que se perfila como la nueva arquitectura de la economía mundial, la región latinoamericana constituye una pieza clave. Pues, en el objetivo de contrarrestar las tendencias críticas que se imponen en esta etapa del imperialismo ha sido preciso cambiar las reglas del juego, y reconsiderar los vínculos entre desarrollo y subdesarrollo. Para nuestros países, la síntesis de estos cambios ha sido una reformulación de los proyectos nacionales, comenzando por ajustar la forma y las competencias del Estado, así como sus esferas de gestión prioritarias. Grosso modo, las líneas del modelo de crecimiento neoliberal que se ha impulsado en la región podrían sintetizarse como sigue:

a) Producir para exportar porque exportar es el medio y la condición para crecer.
b) La responsabilidad de la producción y el crecimiento corre a cargo del sector privado, con la retracción, en contrapartida del sector público.
c) Ofrecer privilegios gubernamentales las ramas y agentes económicos eficientes, y el criterio para valorar la eficiencia es la competitividad.
d) Renovar las estructuras institucionales para liberar los mercados de bienes y capitales.
e) Apoyar el crecimiento -y la balanza de pagos- en flujos financieros provenientes del exterior.
f) Menospreciar la importancia del mercado interno y de los mecanismos sociales redistributivos del ingreso.
g) Sobre-estimar el equilibrio de las finanzas públicas, control de la inflación y restricción monetaria.

La agricultura en el proceso de apertura comercial, se viene gestando desde 1964 Brasil ensayó bajo un régimen militar la búsqueda del crecimiento por la vía de las exportaciones sin que el Estado abdicara la responsabilidad de fomento e intervención directa en la economía; en la agricultura se promovió entonces el cultivo a gran escala de soja y café, entre otros productos de demanda internacional; a partir de un esquema de subsidios a la producción y al financiamiento, la tasa de crecimiento agrícola mantuvo su dinamismo por un par de décadas, marcando el final de un ciclo de crecimiento comandado por la inversión pública.

Chile experimentó a partir de 1974 lo que hoy constituyen las típicas medidas de ajuste estructural con ingredientes neoliberales y monetaristas: reducción del aparato estatal por la vía del recorte en inversión productiva y del gasto social, privatizaciones, desmantelamiento del proteccionismo, apertura comercial y financiera, control de la inflación por la vía de la restricción salarial y equilibrio en las finanzas públicas.

En una primera etapa –que concluye hacia 1983- destaca en el campo un proceso de reversión de la reforma agraria, con apertura del mercado de tierras, garantías a propietarios privados, y recorte a los programas de apoyos gubernamentales; en los seis años siguientes – en un entorno de desempleo y subempleo proveniente en gran medida de la recesión industrial y el ajuste de la burocracia- se buscó reactivar y desarrollar la capacidad productiva de la agricultura a través de un modelo en que la producción altamente competitiva, principalmente frutícola y forestal, ha sido central.

En un ambiente de crisis internacional y dado que varias economías de las más fuertes de Latinoamérica se enfrentaron en los años siguientes a una situación de inestabilidad financiera y problemas de crecimiento, la mayor parte de los países de la región siguieron los pasos de la economía chilena bajo la presión de los organismos financieros internacionales y con la orientación técnica de uno de ellos, el Banco Mundial (BM). En la coyuntura de altas tasas de interés los procesos de renegociación de la deuda externa subdesarrollo-desarrollo, fueron especialmente propicios para sacar adelante las políticas de corte neoliberal en la zona.

En la producción, productividad y sus claroscuros, asumimos como punto de partida que en la región latinoamericana cada país enfrenta una realidad socioeconómica y política particular, y que en su interior los más de ellos ofrecen un abanico de problemas múltiple y complejo. Un buen ejemplo de esa disparidad es el peso de la producción agropecuaria doméstica que se fluctúa entre dos extremos: Venezuela y México con una producción sectorial menor al 5% del PIB, mientras para Nicaragua o Paraguay suele ser mayor al 30% (CEPAL/IICA, 2002).

Como conjunto podemos observar que entre 1980 y el año 2004, la participación del sector en el Producto Interno Bruto (PIB) de la región no se modificó sustancialmente, ubicándose en torno al 8%, cifra que se mantiene actualmente. Pero en ese mismo lapso, el valor nominal de la producción a precios de mercado pasa de 86.485,345 a 169.300,074 miles de dólares; es decir, crece casi un cien por ciento.

Lo que esa cifra no pone de manifiesto, es que el volumen físico de la producción aumenta de forma extraordinaria. Un incremento tal, que logra duplicar el prácticamente el valor nominal de la producción a pesar de que en ese lapso domina una tendencia a la caída en los precios de la mayoría de los productos nativos (Ocampo, 2003). Caída que es más pronunciada a partir de los noventa bajo la presión de alinear los precios domésticos con sus referentes externos, mientras avanza los procesos de integración regional.

Esa baja en los precios es determinante en el comportamiento del PIB agropecuario regional en el periodo, pues a pesar de la expansión sin precedentes de la cantidad de bienes
llevados al mercado que se refleja finalmente en el aumento en el valor global de la producción, este indicador -como proporción-, apenas es semejante a la cifra del PIB global en los noventa.

Más aún, si consideramos los bienes agrícolas y pecuarios por separado, encontramos que son los segundos los que dictan el dinamismo sectorial (con un crecimiento medio anual de 3.9%), ya que la agricultura sólo crecen a una media de 2.6% por año. Aquí cabe hacer la precisión de que en la década de los ochenta el desplome de la producción sectorial no fue tan agudo como en otras actividades porque el proceso de apertura no estaba tan avanzado. Además, el tipo de cambio dio ventajas a la región en el mercado externo, inhibió las importaciones y alentó la producción doméstica a través de la demanda.

Es pertinente enfatizar que en el aumento espectacular del volumen de productos agrícolas desde los noventas -al que hemos hecho referencia-, aportaron explotaciones de diverso tamaño y características operativas; desde la gran empresa trasnacional, hasta la mediana y pequeña unidad capitalista, así como las entidades de tipo campesino. Lo que es relevante si recordamos que con el nuevo modelo agrícola se vaticinaba una participación contundente de los productores de gran escala. Y sin embargo, su participación ha sido más bien conservadora en la fase de producción directa.

En cambio en la fase de provisión de insumos, transformación, e intermediación comercial y financiera, los grandes corporativos sí tienen una presencia sobresaliente, pues ahora mismo controlan el grueso de los cultivos tradicionales de la zona. Casos notables son el maíz, el trigo, la soja, el café, los cítricos, el plátano y el tabaco, donde su participación en los diferentes niveles de la cadena productiva es superior al 80% (Tarrío, Concheiro y Diego, 1999:106). Condición que les confiere el poder de imponer precios, manipular la competencia e imponer reglas a un determinado ramo de la actividad económica (Murphy, 2006:9).

Es en torno a estas corporaciones y las tramas agroalimentarias que organizan y comandan, que los productores con potencial exportador han buscado articularse de forma horizontal y vertical mediante contratos de transferencia tecnológica, de intermediación mercantil, inserción a las cadenas agroindustriales, etc. Porras Martínez (1998:11) afirma al respecto que “en la medida en que la competencia se convierte en la principal norma de participación en el mercado, el segmento productivo se dualiza entre aquellos con capacidad para afrontar las nuevas exigencias y los que no. Una capacidad competitiva que esta en función, en gran medida, de la posibilidad y habilidad de aliarse estratégicamente con los actores que actúan en el sector”.

Las explotaciones de pequeña escala, por su parte, limitadas en apoyo público y activos financieros propios para potenciar la productividad, buscan compensar el desplome del precio de su producto aumentando la oferta cuanto les es posible, incluso a costa de su continuidad. Así lo documentan De la Barra y Holmberg (2000) en el caso concreto de los campesinos excedentarios y de subsistencia en la región de los Lagos de Chile, y Silvio Marzaroli (2002), quien recoge las principales preocupaciones del Encuentro Mundial Campesino realizado en ese año.

Ambos autores refieren a las respuestas individuales del campesinado para contrarrestar la reducción de sus ingresos monetarios llevando una mayor cantidad de artículos al mercado, un afán en el que sacrifican el nivel de satisfacción de sus necesidades, ponen en juego su escaso patrimonio o van degradando sus activos. Por supuesto, ambos hacen notar que sus estrategias rebasan al sector agropecuario, y que eventualmente, los ingresos derivados de otras actividades son los que hacen posible su subsistencia. “Todas estas formas de adaptación explican la formidable capacidad de resistencia de la agricultura campesina, que puede admitir niveles de remuneración del trabajo infinitamente más bajos que los de la agricultura empresarial”. (Marzaroli, 2002:10)

Sin duda, el incremento de la producción ha tenido que ver con mayores niveles de productividad en el campo como resultado de un intenso -aunque sumamente heterogéneoproceso de adopción y adaptación de tecnologías que optimizan los factores tierra y trabajo. Un proceso que la CEPAL (2005:81) califica modernización tecnológica vigorosa pero desigual. Lo que no podemos ignorar es que parte de ese éxito se funda en el aprovechamiento irrestricto de recursos naturales y humanos nativos.

La sobre explotación de los suelos y agua, y la omisión de reglas laborales mínimas en las faenas agrícolas como mecanismo adicional o alterno para expandir los rendimientos es una
práctica sumamente común en la región (OIT, 2003), incluso en empresas sin problemas financieros. Y la razón es que este tipo de prácticas ofrecen ventajas por su carácter reversible, costo y lapso de aprendizaje, si se le compara con la introducción de recursos tecnológicos y biotecnológicos. Es así que apelando a los recursos abundantes de la región, ya sea por la vía la restricción salarial o ahorro por concepto de renta del suelo se puede aspirar a ofrecer un producto competitivo sin sacrificar utilidades. Por supuesto, el costo social y ecológico de estas medidas es va en ascenso, y con frecuencia es denunciado por diferentes instancias nacionales e internacionales dado su carácter insostenible, irracional e infrahumano (Pengue, 2004; OIT, 2003 y PNUMA, 2003).

En el indicador de productividad media, la más alta contribución corresponde a las explotaciones comprometidas en bienes de exportación relativamente reciente (como pimiento, cebolla, tomate, otras hortalizas, flores cortadas y algunas frutas), que han mostrado una mayor disposición para adoptar nuevas tecnologías. También en estos casos, un factor de rentabilidad, es que este tipo de empresas han sido beneficiarias directas de los procesos regionales de liberación del mercado de tierras y aguas, accediendo por vía de compra o renta a recursos de excelente calidad y ubicación.

Por el contrario, en los cultivos tradicionales, sean estos para consumo doméstico o de exportación, la productividad ha crecido a un ritmo mucho menor. En el caso de los granos básicos, por ejemplo la escasez de activos para invertir suele ser el factor determinante del modesto crecimiento en productividad media. Y tratándose de las plantaciones de plátano, café, caña de azúcar, tabaco y cacao, se ha documentado ampliamente que en la posibilidad de recurrir a trabajo temporal, femenino, inmigrante e infantil, es un factor que atempera el incremento de la productividad por la vía de las innovaciones (Martínez Valle, 2004; De Grammont y Lara, 2003; Marañón, 2003; OIT, 2005).

Cierto es que con el avance en productividad promedio que registró la agricultura en las dos últimas décadas, la brecha respecto a las actividades secundarias se acortó, pero todavía muestra un rezago importante. La productividad de la mano de obra agrícola no alcanza aún un tercio de la productividad de la mano de obra no agrícola, pero en 1970 la proporción era de una quinta parte (Dirven, 2004a:24).

Como las paradojas del éxito comercial se podría citar, tal como ocurre con la producción, la importancia del comercio agropecuario oscila ampliamente por países; desde aquellos que reportan déficit en la balanza sectorial (México es el caso extremo) hasta aquellos donde las transacciones externas de bienes agropecuarios son el pilar en el saldo positivo global. En este extremo figuran Argentina y Brasil, seguidos de lejos por Colombia.

En términos generales tiene vigencia la vocación regional de insertarse a los flujos de comercio mundial con bienes primarios; la diferencia es que en los últimos lustros, lo que se percibe en el corto plazo como oportunidad de especialización,(10) ejerce mayor influencia en la evolución de la producción sectorial. Otro rasgo de interés es que en la oferta agropecuaria regional aún dominan los bienes con escaso valor agregado, si bien ahora tienen un componente tecnológico mayor por el empleo de agroquímicos y organismos genéticamente modificados.

En esta lógica de especialización y búsqueda de los mercados dinámicos (y/o emergentes), se puede apreciar que los productos pecuarios van ganado participación en el PIB sectorial en detrimento de la producción de alimentos (ver tabla 2). Éstos últimos, inclusive, reportan un crecimiento lento comparado con los forrajes. En el caso concreto de los cereales las desventajas de competir con países que constituyen potencias agroalimentarias (como Estados Unidos en el caso del maíz y sorgo, y China en el caso del arroz y trigo) han influido directamente en su modesto desempeño.

ANALISIS

Una vez revisados algunos aspectos claves del acontecer agrícola regional presentes en este aspecto es pertinente disentir de festejar las cifras del conjunto mientras se soslayan los costos del ajuste estructural y de las políticas neoliberales en el medio rural. Un punto en el que tenemos que coincidir es que los datos sectoriales sobre el aumento global en la producción y productividad, así como en la balanza comercial del conjunto son positivos. Y que, en efecto, son evidencia del enorme esfuerzo de las diferentes categorías de productores por adscribirse a las nuevas reglas del juego. En ese sentido el desempeño es digno de reconocimiento, si bien deslucido al desembocar en valores monetarios modestos debido a la contracción de los precios.

Empero, al desagregar la información fue posible apreciar que sólo países como Chile, Brasil, Argentina o Colombia, por diferentes razones de índole natural e institucional, han tenido hasta ahora la capacidad de responder positivamente al reto de exportar más y mejor. Sus logros son efecto de severos ajustes a su patrón de cultivos, innovaciones tecnológicas, novedosos métodos de gestión empresarial, entre otras prácticas que, sin embargo, se pueden cuestionar severamente desde la dimensión social, ecológica y en términos de soberanía alimentaria. Ahí, como en otros polos agropecuarios muy dinámicos del subcontinente (como son los casos del noroeste mexicano, el resto de la región pampeana en Paraguay y Uruguay, o Costa Rica) el esquema de los agronegocios encontró condiciones inmejorables para avanzar con rapidez; pero ese esplendor no ha estado exento de graves contradicciones. Y uno de los aspectos más dolorosos es la cuestión laboral.

En esas zonas prósperas y altamente competitivas, los trabajadores agrícolas se aplican al aumento de la producción y productividad en detrimento de sus ingresos, su salud e incluso poniendo en riesgo su vida. Es bien conocido que un segmento importante de los asalariados del campo se distingue por ser de origen étnico y/o inmigrante, del sexo femenino e incluso menores de edad. Condiciones que dan la pauta para que el empleador directamente o por la vía de un intermediario, fije a su antojo los salarios y establezcan relaciones laborales desventajosas.

La gravedad del caso ha llevado a la OIT a sostener que en América Latina, como en otras zonas del mundo, la mundialización ha sido causa de una degradación de las condiciones económicas, sociales y políticas del sector. Y se refiere en concreto a “la creciente precarización y el empobrecimiento de la fuerza laboral agrícola que afectan en particular a las mujeres” (2003:1). Asimismo, señala que es persistente la violación de otras normas fundamentales del trabajo como el empleo de mano de obra infantil ampliamente difundido, el trabajo forzoso y en condiciones de servidumbre.

En ese sentido, este prestigiado organismo multilateral, caracteriza las relaciones salariales agrícolas como deficitarias en términos de trabajo decente destacando: La extrema vulnerabilidad de los trabajadores y trabajadoras agrícolas migrantes, especialmente los que son víctimas de trata; elevados e inaceptables niveles de decesos, heridas y enfermedades entre los trabajadores agrícolas; la falta de una protección abarcadora de la seguridad social, ya sea en términos de acceso a la atención médica, compensación por heridas o incapacidad, protección de la maternidad o derechos en materia de jubilación (OIT, 2003:2).

Estas y otras prácticas extendidos en la región, como la propensión a emplear trabajo temporal en detrimento del de tipo permanente (Kay, 1997), o el uso de paquetes tecnológicos que significan elevados riesgos para la salud tanto para el trabajador como para las poblaciones aledañas, nos obligan a cuestionar la racionalidad del modelo agroexportador que al poner en el centro de sus prioridades el crecimiento y la ganancia, niega sistemáticamente valores como la equidad social, el derecho a una vida digna o las más elementales reivindicaciones del ser humano.

Sumado a los reproches que puedan hacerse al modelo de los agronegocios en términos de calidad en el empleo, tampoco se puede decir que éste haya tenido un impacto positivo neto sobre la cantidad de trabajo ofertado, pues persiste en el agro la tendencia histórica a la baja en población ocupada tanto en términos absolutos como relativos. De acuerdo al más reciente reporte de la CEPAL (2005:68 y 69) la ocupación en la agricultura se sitúa alrededor de los 43 millones de personas, y desde principios de los noventa registra una contracción de 0.2% anual en promedio. Sin olvidar el hecho de que en la región latinoamericana la mayor parte de este trabajo no se adscribe a relaciones salariales (Acosta, 2006:35).

En cuanto a la calidad de vida de la población que habita en el medio rural, Silvia Ribeiro
(2006), del grupo Action Group on Erosion, Technology and Concentration (ETC) hace notar que la mayor parte de esos 43 millones de personas que trabajan directamente en la agricultura son pobres de acuerdo al criterio trazado por el Banco Mundial.
Por su parte, el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola reconoce que en la zona hemos pasado de 59.9% a 63.7% en pobreza rural, y que en las comunidades rurales esta condición es más aguda que en las urbes. Y más adelante detalla que en “los países en que la pobreza rural ha disminuido estadísticamente hablando, ello se explica principalmente por la emigración de los pobres rurales a las ciudades, donde ingresan al contingente de los pobres urbanos”. (Berdegué, 2003:9).

Otros organismos como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), coinciden en que las actividades no agrícolas y las remesas han pasado a ser la fuente de ingresos más importante para los campesinos pobres, y en algunos países, la fuente de ingresos más atractiva es el cultivo de estupefacientes.

En otro orden de ideas podemos concluir que la estructura productiva en la agricultura no es hoy más competitiva como conjunto: El segmento de productores de cada país que en este momento está vinculado con ventajas al mercado externo es minoritario respecto a la multitud de unidades productivas que han quedado al margen de esa posibilidad. En el polo
opuesto, el sector más numeroso de explotaciones agrícolas –de tamaño medio, pequeño y de tipo campesina- participa escasamente de las políticas públicas de fomento productivo, y sobra decir que la mayor parte no cuenta con recursos propios para emprender por su cuenta la reconversión. Más aun, conforme avanzan las reformas estructurales, se impone la austeridad en las instituciones públicas por razones de equilibrio financiero y el mercado se consolida como la vía privilegiada para acceder a la tierra y otros medios que hacen posible la producción, es más remota esa transición.

En estas condiciones, el progreso de la apertura comercial al interior de la zona y hacia el exterior no es halagüeño el acceso formal a numerosos mercados es un enunciado sin sustento objetivo para el productor promedio. Lo que es una realidad, es que en los mercados domésticos la participación de un gran número de proveedores nativos está amenazada frente al crecimiento de las importaciones de granos básicos y oleaginosos, principalmente. Y no podría ser de otra manera porque cualquiera sea el producto, la competitividad y permanencia de una entidad económica en el mercado están en relación con el uso de paquetes tecnológicos e insumos industriales accesibles sólo para las empresas solventes.

De ahí que el panorama que se vislumbra no es optimista, pues la competencia en condiciones de desventaja y el predominio creciente de las corporaciones en todos los niveles de la producción agroalimentaria permite prever una mayor exclusión del mercado interno. Esto significa llanamente, que la agricultura queda descartada como el medio de vida para millones de productores, abonando la pobreza rural. Un espectro que nos lleva a concluir que la cara oculta del modelo de los agronegocios consiste en la radicalización de la estructura productiva regional, donde el sector más amplio de entidades productivas –explotaciones de mediana y pequeña escala, de tipo capitalista y campesino- va cediendo su espacio en los mercados a una elite de empresas y corporaciones que participan en los diferentes niveles de las cadenas agroalimentarias.

Un agravante es que los países que en mayor medida dependen de la agricultura (en relación al PIB global, comercio exterior y población económicamente activa), son precisamente los que menos preparados se encuentran para hacer frente a la competencia; aunado al hecho de que sus gobiernos carecen de recursos, estrategias propias y de voluntad para impulsar la transición en un rumbo diferente.


MODELO AGROINDUSTRIAL CAPITALISTA DEL SIGLO XX

Una vez independizadas de España, las provincias americanas se convirtieron en naciones autónomas. Entre 1850 y 1930 aproximadamente, se formó y desarrolló la figura del Estado nacional latinoamericano bajo la dirección de la oligarquía agropecuaria. La oligarquía del siglo XIX y principios del XX en América Latina fue heredera de la economía agraria colonial y fundamentó su poder en el control de los factores productivos, especialmente la tierra y la fuerza de trabajo.

La hacienda colonial se convirtió en latifundio, una unidad productiva caracterizada por una enorme extensión de la superficie de tierra destinada a la agricultura de exportación, que heredó algunas formas de explotación de la fuerza de trabajo propias de la colonia. El latifundio en manos de la oligarquía expropió casi completamente a las comunidades aborígenes de sus tierras ancestrales, así como se anexionó terrenos de la Iglesia y órdenes religiosas.

El desarrollo de los latifundios combinó la apropiación desequilibrada de los recursos naturales con la dirección coercitiva de la fuerza de trabajo y una gestión administrativa capaz de convertir las ganancias en capital (Chonchol, Jacques, 1996, 118). El dominio del latifundio y la actividad minera por parte de las oligarquías criollas latinoamericanas a partir del siglo XIX, manteniendo la dependencia de la producción primaria al comercio exterior con el primer mundo, se desarrolló paralelamente con la introducción del capital inglés en los sectores de transporte, comercio y finanzas (Chonchol, Jacques, 1996, 118).

En las distintas naciones latinoamericanas se creó una alianza entre la oligarquía criolla agropecuaria y el capital financiero inglés, que introdujo innovaciones tecnológicas a las nuevas sociedades, tales como los bancos, buques a vapor, ferrocarriles, telégrafo, teléfono y otros. En esta etapa, de clara expansión capitalista en América Latina, se acrecentó de manera espectacular la economía agrícola de exportación, debido a la incorporación de mayores extensiones de terrenos a los cultivos y a las mejoras en transporte, que reforzaron aún más la dependencia de las economías latinoamericanas al intercambio comercial con Europa y desarrollaron nuevos rubros de bienes primarios transables internacionalmente en los distintos países (Chile por ejemplo se convirtió en exportador de cobre, Argentina en exportador de lanas, carne y cereales, Venezuela vio retroceder el cacao ante el impulso creciente del café).

El crecimiento rápido de las economías agrícolas de exportación conllevó a nuevas formas de comercialización dominadas por grandes compañías mercantiles predominantemente inglesas, con sedes en los puertos exportadores o en las capitales europeas. La penetración del capital inglés en las economías latinoamericanas entre el siglo XIX y principios del siglo XX introdujo innovaciones tecnológicas que facilitaron el desarrollo más rápido de los sistemas agrarios de exportación y fortalecieron aún más la influencia y el poder de las oligarquías criollas latinoamericanas. Entre 1880 y 1914, puede decirse que las condiciones sociales de la clase trabajadora que se desenvolvía en el latifundio empeoraron, hasta llegar a niveles propios del capitalismo más explotador y desequilibrado.

Entre 1914 y 1930, aproximadamente, empezó el declive de la oligarquía terrateniente y el latifundio en América Latina. En el comercio internacional, entre la Primera Guerra Mundial y los albores de la Segunda Guerra, Estados Unidos desplazó a Inglaterra en los flujos de intercambio con América Latina, manteniendo las características de comercio desigual (bienes primarios a cambio de bienes manufacturados) que se había heredado de la época colonial.

La crisis económica mundial de 1929 asestó un duro golpe a las oligarquías latinoamericanas que se habían desarrollado bajo el amparo del capital inglés. Se impuso en esta etapa un nuevo modelo de crecimiento hacia adentro, donde los Estados nacionales tomaron medidas para impulsar actividades industriales y financieras que empezaron a fomentar una nueva clase empresarial incipiente a expensas de los intereses de la clase oligarca agroexportadora. Entonces los sistemas agrarios latinoamericanos bajo el dominio de la oligarquía terrateniente, se orientaron durante esta etapa de declive simplemente a satisfacer las necesidades de los mercados internos, aprovechando la rápida expansión de las ciudades urbanizadas bajo criterios modernos.

A partir de 1914 el capital estadounidense empezó a penetrar fuertemente en América Latina (en Cuba, Argentina, Chile, Brasil, Venezuela, Perú, México) en las áreas agrícolas y mineras, lo que desintegró el acuerdo tácito que existía entre la oligarquía terrateniente y el capital inglés durante el siglo XIX y principios del XX; hasta que el capital de los Estados Unidos llegó a tener un dominio extraordinario y determinante en el destino de las economías de la América Hispano- parlante.

La oligarquía agraria latinoamericana para sobrevivir a los cambios experimentados en el sistema agrario capitalista a partir de la Primera Guerra Mundial, empezó a destinar la mayor parte de sus recursos a otras actividades no agropecuarias, sino urbanas (lo que se corresponde con un rápido crecimiento poblacional), conservando sin cambio aparente los latifundios.

Estas oligarquías terratenientes al emplear más capital en actividades no agrícolas, forzaron al incremento de la productividad laboral en los latifundios y expulsaron los excedentes de población trabajadora de los mismos, lo que provocó la emigración de este contingente de desempleados agrícolas a las ciudades, configurándose así a partir de entonces los cordones de miseria característicos de las ciudades latinoamericanas. Además, esta acción fomentó la formación de una enorme masa de trabajadores que hoy en día aspiran emplearse bajo el sistema capitalista globalizador.

También a partir de 1914, las clases medias de las sociedades latinoamericanas empezaron a disputarle el poder político a las oligarquías terratenientes. Asimismo, los latifundios empezaron a perder vigencia para dar paso a los complejos agroexportadores, que combinaban los rasgos fundamentales de la actividad agrícola con rasgos de actividad industrial manufacturera y sus innovaciones tecnológicas (es el caso de los complejos agroindustriales en Argentina, Brasil, Perú o los complejos agroexportadores de azúcar en Cuba).

Entre la segunda mitad del siglo XX y principios del siglo XXI, la población ha crecido de una manera sorprendentemente rápida. Este fenómeno que se recoge como efecto del proceso de desarrollo modernizador que experimentaba esta parte de América después de alcanzar la independencia de España provocó un exceso de fuerza de trabajo disponible para los sistemas agrarios, que terminó originando una profundización de la emigración laboral de los centros rurales a las ciudades.

La contratación de la población económicamente activa en los sistemas agrarios se convirtió entonces en temporal e inestable. Ese mismo crecimiento demográfico explosivo impulsó a la producción agrícola latinoamericana a orientarse a la satisfacción cada vez mayor de las necesidades de consumo de los mercados internos, en vez de dedicarse sólo al comercio internacional. Cabe señalar, que después de la Segunda Guerra Mundial la penetración de capital transnacional y de nuevas tecnologías de economías de escala en América Latina, se hizo más intensa, transformando aún más los sistemas de producción agropecuaria.

La fuerte influencia del sistema agroindustrial transnacional después de la Segunda Guerra Mundial, nos hizo cada vez más dependientes al uso de nuevas técnicas que nos hacen requerir en nuestros procesos productivos de mayor cantidad de maquinarias novedosas, equipos industriales, fertilizantes, plaguicidas, semillas tratadas con mejoramiento genético. El fenómeno se traduce en un aumento de los requerimientos de capital financiero de manera constante, así como de la necesidad imperante de mejoras competitivas que permitan colocar nuestros productos en los mercados de las naciones más desarrolladas económicamente.

Es importante recordar que hasta la década de los 60’ del siglo XX, el rasgo predominante de organización productiva de las economías agrarias en América Latina era la existencia de latifundios, en detrimento de los fundos menores (terrenos cultivables de menor tamaño, en manos de campesinos sin poder político). Una vez debilitada la influencia de las oligarquías terratenientes en las sociedades, empezó a hacerse patente para los gobiernos de la región la necesidad de aplicar profundas políticas de reforma agraria y modernización agrícola, que resolvieran los problemas de desequilibrio económico en el uso de la tierra.

En el caso particularmente curioso de Venezuela, la reforma agraria se inició en 1960 y tenía como objetivos fundamentales: transformar la estructura agraria de la nación venezolana, sustituyendo el sistema latifundista de apropiación de la tierra por uno más justo que beneficiara a los pequeños productores del campo, incorporándolos al proceso de desarrollo modernizador en todos los subsistemas de la sociedad; crear fuentes de empleo en los medios rurales, para resolver el problema demográfico que empezaban a experimentar las ciudades; fomentar el desarrollo de propiedades rurales pequeñas y medianas, además de cooperativas agrícolas; así como mejorar los mecanismos de otorgamiento de créditos a los productores del campo, crear carreteras y medios de comunicación, mejorar los servicios públicos en los medios rurales e impulsar programas de vivienda (Sequera, Isbelia, 1978, 293). Los resultados obtenidos de esta experiencia fueron poco significativos, razón por la que hoy en día aún no se ha resuelto el problema de los latifundios y los terrenos ociosos.

La modernización agrícola que actualmente y en términos generales expresan las realidades latinoamericanas, se deben en parte al crecimiento de las exportaciones agropecuarias después de la Segunda Guerra Mundial, a la expansión de los mercados domésticos de consumo de productos agropecuarios, a la implementación de economías de escala en los sistemas de producción y comercialización (tecnología, disponibilidad de capital financiero), a la aplicación de políticas de gobierno orientadas a incrementar la producción agrícola (planes de desarrollo agrícola, inversiones para obras de riego y construcción de carreteras, apoyo financiero para adquisición de insumos productivos, desarrollo de programas de investigación científica en las Universidades del Estado).

Esta modernización agrícola latinoamericana también se debe a la transferencia de tecnología por parte del capital transnacional y a las iniciativas de investigación y desarrollo de empresas del sector privado, en áreas de mejoramiento biológico de especies cultivables, creación de nuevos fertilizantes y plaguicidas e innovaciones tecnológicas mecánicas.

La modernización agrícola latinoamericana ha profundizado los problemas de desigualdad social y ha exacerbado el desequilibrio económico y ecológico, en nuevas dimensiones. Mientras algunas agroindustrias se benefician de los avances tecnológicos y la inyección constante de capital financiero, los pequeños y medianos productores de campo no se benefician o se benefician muy poco de las ventajas que ofrece la modernización capitalista a los sistemas agrarios. El uso intensivo de la tierra en los grandes complejos agroindustriales hace imposible que se absorban los enormes contingentes de desempleados de las sociedades2, por el contrario crea relaciones de trabajo eminentemente temporales.

En los sistemas agrarios latinoamericanos modernos, que empiezan a crecer de manera importante en nuestras economías a partir de los años 70’ del siglo XX, el complejo agroindustrial sustituyó al latifundio y al pequeño fundo, imponiéndose así en la agricultura las economías de escala. Los complejos agroindustriales integran diferentes fases de la cadena alimentaria, excluyen a los pequeños y medianos productores y están fuertemente ligados al comercio mundial.

América Latina de cara a la “globalización” que se impone en el siglo XXI, tiene el reto de atenuar los desequilibrios económicos de sus distintos mercados, mitigar sus desigualdades sociales, resolver sus problemas políticos y combatir el desequilibrio ecológico que provoca su actividad económica capitalista moderna, en un mundo que cada vez es más postmoderno y más protector del ambiente. Nuestros países quedaron globalizados en un destino capitalista que en su apogeo nos impuso un estilo de vida desequilibrado, desde que se produjo el encuentro entre América y el Viejo Mundo; hoy en día el hecho de seguir globalizados significa la obligación de buscar el equilibrio integrador entre los países, reencontrando el equilibrio ecológico de las actividades humanas. Por supuesto, entre esas actividades, contamos todas las referentes a la economía agraria como un caso de economía extractiva.

ANALISIS
La agricultura antes de la conquista española desempeñó un papel muy importante en el desarrollo de las poblaciones indígenas amerindias, en un extraordinario contexto de equilibrio ecológico, ya que el sistema agroalimentario de las mismas se basaba esencialmente en vegetales cultivados que se complementaban con el producto de la recolección, la caza y la pesca. En la América prehispánica convivían diversos tipos de sistemas agrarios, desde los más elementales realizados por aborígenes que en el momento de la conquista aún vivían de la recolección, la caza y la pesca hasta los más complejos y avanzados, como los sistemas agrarios de Mesoamérica creados por el Imperio Azteca y las agriculturas de las comunidades andinas de Suramérica dominadas por el Imperio Inca.
Durante la conquista española sobre las poblaciones originarias de América, éstas mermaron rápidamente a las cruentas condiciones de trabajo impuestas por la potencia dominante. Se rompió a partir de entonces el equilibrio ecológico que mantenían los sistemas agrarios indígenas, hasta transformar la agricultura de un medio para la alimentación de las comunidades y conservación del ambiente, en una actividad de explotación de recursos capaz de crear capital e incrementar el comercio intensivo de los productos arrancados de la tierra. La historia posterior a la independencia de España de las colonias americanas, propulsó la modernización agrícola latinoamericana, que profundizó aún más los problemas de desigualdad social, y exacerbó el desequilibrio económico y ecológico, en nuevas dimensiones. Mientras algunas agroindustrias se benefician de los avances tecnológicos y la inyección constante de capital financiero, los pequeños y medianos productores de campo no se benefician o se benefician muy poco de las ventajas que ofrece la modernización capitalista a los sistemas agrarios. El uso intensivo de la tierra en los grandes complejos agroindustriales hace imposible que se absorban los enormes contingentes de desempleados de las sociedades, por el contrario, crea relaciones de trabajo eminentemente temporales. América Latina en el escenario de globalización del siglo XXI, tiene el reto de atenuar los desequilibrios económicos de sus distintos mercados, mitigar sus desigualdades sociales, resolver sus problemas políticos y combatir el desequilibrio ecológico que provoca su actividad económica capitalista moderna sin control, en un mundo que cada vez es más postmoderno y más protector del ambiente.

LA REVOLUCIÓN VERDE: GLOBALIZACIÓN, CAPITALISMO, MODELO NEOLIBERAL EN LA AGRICULTURA.

Desde 1950 la producción agrícola ha ido aumentando continuamente, a un ritmo que ha superado con creces al muy importante aumento de la población, hasta alcanzar una producción de calorías alimenticias que serían suficientes para toda la humanidad, si estuvieran bien repartidas.

Este incremento se ha conseguido, principalmente, sin poner nuevas tierras en cultivo, sino aumentando el rendimiento por superficie, es decir consiguiendo mayor producción por cada hectárea cultivada. Es lo que se conoce como revolución verde.

El aumento de productividad se ha conseguido con la difusión de nuevas variedades de cultivo de alto rendimiento, unido a nuevas prácticas de cultivo que usan grandes cantidades de fertilizantes, pesticidas y tractores y otra maquinaria pesada.

Algunos de los logros más espectaculares de la revolución verde fueron el desarrollo de variedades de trigo, arroz y maíz con las que se multiplicaba la cantidad de grano que se podía obtener por hectárea. Cuando a lo largo de los años 1960 y1970 se fueron introduciendo estas mejoras en Latinoamérica y Asia, muchos países que hasta entonces habían sido deficitarios en la producción de alimentos pasaron a ser exportadores. Así la India, país que sufría el azote de periódicas hambrunas, pasó a producir suficiente cereal para toda su población; Indonesia que tenía que importar grandes cantidades de arroz se convirtió en país exportador, etc.

La Revolución Verde es un modelo de producción que se aplicó al agro de muchos países del Tercer Mundo, subdesarrollados, o pobres como se nos ha llamado, después de la segunda guerra mundial. Se fundamentada en el empleo de técnicas de producción basadas en la selección genética, el riego, el uso intensivo de la tierra, capital (maquinarias y equipos) y de insumos como fertilizantes químicos, pesticidas y herbicidas que llevarían a aumentar de manera considerable la producción de alimentos.
La justificación, -nada más y nada menos- que el añorado 'progreso' que llevaría a resolver problemas como el hambre y la desnutrición, que los ciudadanos de esos países pobres eran incapaces de solventar por ellos mismos por lo que había que acudir en su ayuda, y como siempre los Estados Unidos y las transnacionales al frente de ella.

Más de medio siglo después vemos las nefastas consecuencias de ese modelo sobre los hombres y mujeres del campo, sobre la agricultura de la mayoría de los países donde se aplicó, y sobre la naturaleza: campesinos desplazados a las ciudades, dependencia, costos de producción cada vez más altos, deudas impagables, plagas y enfermedades cada vez más difíciles de controlar, perdidas de los suelos, de la fertilidad y desertificación, contaminación del agua, y por si fuese poco, el problema del hambre y la desnutrición no sólo no se resolvió sino que creció y crece cada vez más.

¿Qué había en realidad detrás de la Revolución Verde? la dominación, la dependencia tecnológica (no era suficiente lo dependiente que ya éramos), el despojo, la anulación y la expulsión del agro de un campesinado que practicaba una agricultura amigable con el ambiente, donde combinaban sabiamente distintos rubros que además de producir alimentos variados para el consumo de sus familias reducía problemas como el ataque de malezas, plagas y enfermedades. Se puede afirmar que esos principios que hoy recogen las buenas prácticas agrícolas (BPA), la agricultura agroecologica, la agricultura orgánica o biológica, la biodinámica, la permacultura, entre otros sistemas de producción, eran aplicados por esos campesinos desde muchas décadas y siglos atrás, pero la revolución verde con sus técnicos, en ese momento, y aún hoy en día, los menosprecia.

Era un campesinado que luchaba por la tierra, que soñaba por una vida mejor, que tenia una autonomía que provenía de no atarse a créditos, a tecnologías (maquinarias, equipos para la producción) y a técnicos, que sin tomar en cuenta sus saberes, quehaceres, expectativas y sus sueños, les decían qué producir, cómo producirlo y para quién producirlo. Productores que no estaban atados al mercado. La revolución verde los obligó a adoptar prácticas desconocidas para ellos, a producir en monocultivo, a depender cada vez más de los insumos, del capital y del mercado y a perder su libertad y sus sueños..
Hoy en Venezuela se vive un proceso político y social que ha tratado de transferir capacidades a sus ciudadanos, particularmente a aquellas mayorías que durante muchos años estuvieron excluidas, y ofrecerles instrumentos políticos y jurídicos como los Consejos Comunales para ampliar sus posibilidades de participación. Muchos de esos hombres y mujeres están tratando de retomar las riendas de sus vidas y sus destinos, y con muchas dificultades se organizan, conforman cooperativas, quieren crear, producir, sentirse útiles, pero lo más importante sueñan y luchan por una vida más digna.

ANALISIS

Cuesta entonces entender como frente a un problema de abastecimiento de alimentos en el país, atribuible a diversas causas, de las cuales una vez más ellos no son responsables, se aborde la búsqueda de soluciones de manera sectorial y reduccionista. Cuesta entender porqué muchos de los responsables del diseño de políticas, así como de los técnicos que trabajan en la implementación de tales políticas, funcionarios públicos de alcaldías y gobernaciones, no abordan la realidad de la agricultura venezolana con un nuevo paradigma, con un enfoque o una visión sistémica que les permita comprender que se trata de procesos que se inician en el sistema primario y finalizan en el consumo, que lo significativo en cada una de esas etapas son sus actores, su gente, y que es con la participación activa de ellos con los que lograremos alcanzar la Seguridad Alimentaria en el país. Cuesta creer que en los distintos esfuerzos que se realizan para mejorar la producción agrícola se siga adoptando el modelo de la Revolución Verde; que se pretenda llegar a las comunidades subestimando a sus hombres y mujeres y se les ofrezca proyectos que imponen paquetes tecnológicos donde una vez más el agricultor queda excluido de la toma decisiones, y anulado para desarrollar y controlar sus actividades, donde una vez más, pasamos por encima a los principios de producir alimentos respetando a las personas, al ambiente y al consumidor.

Lamentablemente, lo referido es lo que hacen muchos funcionarios de alcaldías y gobernaciones responsable de acompañar a hombres y mujeres que se han organizado en cooperativas para la producción, lo que hizo el extinto FONDAFA (liquidado según Gaceta nº 38.863 del 1-2-08), lo que está haciendo, en estos momentos, PDVAL y el Banco Agrícola, al ofrecer planes diseñados en oficinas y créditos atados a paquetes tecnológicos donde en una especie de combo, viene todo, incluyendo herbicidas y pesticidas, se habla de aplicaciones de 'controles químicos preventivos', y el agricultor solo ejecuta. Una se pregunta ¿ese modelo no es el mismo que utilizó la Revolución Verde para doblegar a nuestros agricultores y para profundizar su dominación? Con esta manera de abordar el problema de la producción ¿en qué nos diferenciamos del modo con que la Revolución Verde entró en nuestros campos o las transnacionales se imponen hoy día? ¿Dónde está la participación que permita a nuestros agricultores ser menos dependientes, en este caso del Estado? ¿O es que se trata del puro discurso vacío, y en la realidad no confiamos en ellos? ¿Dónde está la propuesta de una agricultura sustentable? ¿Dónde está la propuesta de una agricultura para el socialismo del siglo XXI? ¿Por qué a nueve años de este gobierno los preceptos de 'sustentabilidad' y 'desarrollo' no se han legislado?

AGRONEGOCIOS

En lo general podemos afirmar que los programas para la agricultura que se inscriben en el marco de estos proyectos nacionales, llámense de desarrollo rural integrado, reconversión productiva, modernización, o desarrollo territorial rural nos remiten invariablemente al discurso de la globalización, hoy predominante.

Su empeño ha sido promover la proliferación, expansión y consolidación de las explotaciones agrícolas a gran escala, de alta rentabilidad o con expectativas prometedoras en ese sentido.

Entre sus estrategias sobresalen: a) facilitar el arribo de la inversión privada al sector; b) eliminar limites jurídicos en el mercado de tierras, y c) canalizar el apoyo gubernamental a las empresas productoras de bienes agropecuarios de consumo final altamente competitivos por su precio, calidad o características; también cuando se trate de unidades proveedoras de insumos agroindustriales.

En este modelo una distribución más equitativa del ingreso y la reducción de la pobreza rural serían el efecto lógico de resultados macroeconómicos positivos, siempre que el entramado institucional permitiera una asignación eficiente de los recursos productivos, ofreciera garantías a su movilidad interna y promoviera el acceso a los mercados externos.

El ramo agrícola (al lado de la industria liviana) se beneficiaría en especial, con crecientes flujos de capital y mayor empleo, por tratarse de una actividad a la que caracteriza el uso intensivo de trabajadores no calificados (Stallings y Weller, 2001:193). En este modelo, un mercado de tierras dinámico es parte medular en la estrategia para facilitar la eficiencia y crecimiento productivo, y un factor clave para incitar para la llegada de la inversión al campo (Herrera,1996:12).

El éxito de la empresa agrícola dependería de la combinación y manejo óptimo de los factores productivos en economías de escala, sacando partido de las ventajas comparativas de la región y en particular del bajo costo de la mano de obra. En ese sentido, se preveía que las políticas a favor de la flexibilidad laboral tendrían incidencia directa en el ámbito de la empresa agrícola, al abaratar en el costo del factor trabajo y apuntalar la eficiencia; mientras contenían las presiones inflacionarias.

En la propagación de estos proyectos que exaltan la importancia de la agroexportación, pesaron factores adicionales al escenario crítico de esos años. Internamente destacan las contradicciones que en términos sociales, micro y macroeconómicos e incluso ambientales suscitó en la agricultura regional la modernización bajo la revolución verde centrada en el
monocultivo dependiente en alto grado en los insumos inorgánicos y la mecanización-; que se sumaba al agotamiento del patrón de crecimiento hacia adentro de posguerra manifiesto en crecientes desequilibrios financieros en la generalidad de los países de la zona.

Desde el exterior fueron decisivos el advenimiento de la ingeniería genética como paradigma tecnológico dominante en el rubro agropecuario; la caída del precio de las materias primas y alimentos en los ochentas, y el creciente control corporativo de la producción agroalimentaria mundial.
Este último se hacía presente a través de instancias e instrumentos internacionales promotores de la producción agrícola al margen de subsidios y el comercio libre.

Al comenzar la década de los ochentas, las empresas agrícolas y agroindustriales de Estados Unidos (EU) ya ejercían una influencia definitiva en el mercado mundial de cereales, con respaldo de una agresiva política de subvenciones que venía de por lo menos una década atrás. Hacia 1986 la Ronda Uruguay del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT por sus siglas en inglés), fue observada por el gobierno de aquel país como la oportunidad para consolidar su posición en el mercado agroalimentario, y formalizar en su beneficio el acceso de sus productos hacia las regiones menos desarrolladas.

También en ese año se instituyó el grupo Cairns, conducido por Canadá, Australia y Nueva Zelanda y con la participación de Brasil, Argentina, Chile, Colombia y Uruguay. Dicho grupo representa hasta hoy día la posición más radical en materia de libre comercio agrícola al pronunciase por situar el mercado agropecuario en el mismo plano que el de los demás productos y despejar restricciones al tráfico a través de las fronteras.

En consecuencia, propone mejorar el acceso a los mercados, eliminar subsidios a la producción y poner fin a aquellas políticas internas que en alguna medida sean proteccionistas o que impliquen subvenciones a la exportación. El grupo de países de Europa occidental –encabezado por Francia- figuraba también como potencia en el rubro agropecuario desde aquellos años.

Luego de dos décadas de su conformación, el grupo Cairns mantiene su posición en las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC, que suple al GATT desde 1995). Una posición que ha chocado con una firme negativa de la Unión Europea,(3) Noruega, Suiza, Corea del Sur y Japón, para a abrir sus mercados y eliminar los apoyos a sus productores. Por su parte Estados Unidos ha permanecido inflexible en el tema de la eliminación de los subsidios internos.

La resistencia de los tres protagonistas del mercado mundial de alimentos para ceder en sus posiciones y avanzar en el Acuerdo Sobre Agricultura (ASA) ha derivado en la suspensión indefinida de las negociaciones de la Ronda de Doha, el mes de julio pasado. Puede observarse, sin embargo, que un medio para avanzar en sus objetivos estratégicos consiste en iniciativas para formalizar compromisos de alcance geográfico menos ambicioso con la mayor parte de los países de América Latina y el Caribe (Fritscher, 2004:112).

Hasta el momento se han afianzado las relaciones comerciales en este rubro a favor de EU por lo que toca a México (vía el Tratado de Libre Comercio de América del Norte), Centroamérica (mediante un acuerdo de libre comercio con seis de los países de la zona), y varias naciones del Caribe (Ley de Asociación Comercial Caribeña). Con los países andinos las negociaciones para un acuerdo de comercio libre también están avanzadas, y entretanto rige una especie de pre-tratado con el objetivo medular de erradicar el cultivo de coca y amapola, pero igualmente compromete también a la eliminación de impuestos a las importaciones norteamericanas.

Por su parte los países del cono sur han estrechado nexos económicos con la Unión Europea (UE), particularmente aquellos que forman parte del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y sus estados asociados (Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú). Todavía sin formalizarse un acuerdo de libre comercio entre el MERCOSUR y la Unión Europea, ésta constituye su principal socio comercial.

Al respecto Heidrich y Oliveira (2005:1-2) afirman que el MERCOSUR representa la esperanza mas clara de la UE para mantener su influencia en América Latina. Y con datos de EUROSTAT -base estadística oficial de la UE-, precisan que en el 2004, el MERCOSUR compró 55% de las exportaciones de la UE hacia América Latina, y el stock de inversiones de la UE en el MERCOSUR representa 62% del total también en América Latina. Por lo que toca al grupo Cairns, actualmente la mitad de sus miembros –nueve de un total de dieciocho- son países de la región latinoamericana y del Caribe.


ANALISIS

En las últimas décadas el sector agropecuario atraviesa una nueva etapa, la misma se caracteriza por ser más competitiva al mismo tiempo que coincide con una mayor apertura de los mercados internacionales. Esto determina un enorme esfuerzo para las empresas agroindustriales, tanto de Latinoamérica como del Caribe, ya que deben adecuarse a una competencia más intensa con las empresas del exterior que, en general, tienen mayor escala, mayor acceso al financiamiento, mayor experiencia comercial, mejor tecnología y en algunas oportunidades, además se benefician con mecanismos de subsidios y/o dumping. A esta situación se suma una pérdida de la participación relativa en la renta del sector de la producción primaria, mientras que la cadena de valor de los productos alimentario, se incrementa adicionando procesos, componentes, diferenciación y servicios no contemplados anteriormente, la cual hace que el valor agregado se extienda cada vez más.
Desde los años 70 los procesadores e intermediarios de la producción primaria fueron creciendo tanto en importancia como en magnitud de su actividad económica, y también en el reconocimiento social de sus actividades.  La observación empírica indica que este crecimiento se produjo con mucho menos capital y riesgo que los productores primarios, a quienes en muchas ocasiones fue transferido este riesgo. Puede comprobarse como los productores primarios han ido perdiendo peso dentro del sistema económico, a tal punto de que muchas veces el resultado de sus empresas, sean éstas pequeñas, medianas o grandes, resultan negativos, como ha ocurrido durante la década de los ‘90. La cada vez menor participación relativa del producto primario en el precio final es agudizada por el creciente nivel de subdivisión de los predios agrícolas, lo cual implica serias dificultades para los productores de menor escala. Esta situación ha dado origen, recientemente, a un proceso inverso de concentración que determina altos costos sociales, por la expulsión del sistema de los productores más pequeños. Si se mide sólo en términos económicos, el crecimiento de la escala parece el camino inevitable, pero plantea serios interrogantes sobre el destino del sector agrario tradicional (Briz, J; 2002) Estudios realizados  a fines de los 80 y principios de los 90 (Cetrángolo y otros, 1988), señalan que una de las alternativas que exploraron los productores primarios a fin de superar esta situación, fue las de transitar el camino de la integración vertical, a través del procesamiento y la comercialización de productos con valor agregado. El tema de por sí interesante, llevó a profundizar con posterioridad los estudios sobre la cadena agroalimentaria, los procesos y modalidades de la agroindustria, temas sobre los que había algunos antecedentes. Pero la modalidad del análisis se definió bajo otro encuadre. Se aceptó la hipótesis de que la coordinación de la cadena agroalimentaria significa un incremento en la competitividad del sistema y un beneficio para el que la coordina (Cetrángolo, 1999), argumento que se ampliará en los puntos precedentes. Quedó claramente establecido que se está asistiendo a un proceso paradigmático que da origen al nacimiento de nuevos sistemas de producción y comercialización. La desaparición de intermediarios, sumado a la pérdida relativa de importancia del comercio minorista tradicional, significó enfrentar a la agroindustria directamente con los supermercados, lo cual implica la necesidad de cumplimiento de demandas tanto en cantidad como en calidad y naturaleza de los servicios inherentes a la venta, muy difícil de cumplir por parte de bodegas pequeñas y medianas. Esta situación debería generar estrategias tendientes a satisfacer los volúmenes y la diversidad de los productos exigidos por la demanda, todo ello con el bajo costo requerido por las cadenas y en muchos casos bajo la necesidad de alcanzar una especialización que les permita cumplir con esos requerimientos. La mayor competencia como consecuencia del crecimiento de la oferta, de la globalización de los mercados y de la puja existente con el sector de la distribución, determina que los precios de los productos alimenticios en general  tiendan a disminuir, situación que sólo pude ser neutralizada o revertida si las bodegas logran una adecuada diferenciación de su productos, lo que es muy difícil de lograr por parte de aquellos de menor tamaño y con menos posibilidades de realizar inversiones en publicidad y promoción. Por esta razón, las empresas industriales deben afrontar nuevas estrategias que les permitan revertir este proceso, lo cual puede hacerse por dos vías: aumentando el precio mediante la diferenciación de los productos, o bien aumentando el beneficio a pesar de los precios decrecientes por una mejora en la competitividad, obteniendo productos de calidad con menores costos, por ejemplo, aumentando la productividad de las unidades sin disminuir la calidad. Ambos mecanismos (la diferenciación y la disminución de costos) implican necesariamente una adecuada coordinación de toda la cadena vitivinícola. Este cambio de modelo genera oportunidades para los empresarios innovadores. Las empresas tradicionales que estén en condiciones de transformarse en empresas modernas, incursionando en negocios diferenciados, con diversos grados de especialización y no solamente buscando los nichos de mercado apropiados, sino también utilizando las herramientas necesarias para ello, como son los mecanismos de integración horizontal o asociativismo y la integración vertical. Por un lado la asociación con empresas extranjeras, en algunos casos, puede permitir un acceso simplificado a la tecnología y principalmente a los difíciles mercados internacionales. En otros casos se deben trazar estrategias para la búsqueda de nichos de mercado que permitan escapar de la comercialización a gran escala, lo que ofrece las dificultades ya señaladas. Sin duda esta situación requerirá un importante esfuerzo para estos empresarios en materia de capacitación, dedicación, creatividad e inversión, la cual puede ser fomentada en alguna medida desde el Estado con programas adecuados para su desarrollo, tal como se observa en otros países como la Unión Europea, Estados Unidos y Chile Como se ha señalado previamente, uno de los problemas más serios de las empresas argentinas para competir con las similares de otros países, es la falta de escala apropiada, lo cual impide realizar las inversiones necesarias en materia de marketing, para el posicionamiento de marcas comerciales.  Existen diferentes caminos para solucionar este problema, uno de ellos es la focalización en el negocio de las especialidades y encontrar los canales de distribución apropiados, que permitan reducir la inversión publicitaria.

PROYECTO DE AGRONEGOCIO COMUNAL Y/O COMUNITARIO

Cooperativa Comunitaria Despulpadora de Frutas “FRUTALINDA”, manejada por el Concejo Comunal de la Urb. El Pinar, bajo la figura de Cooperativa Comunitaria o Comunal, donde se benefician cerca de diez (10) familias, produce un aproximado de veinte (20) empleos directos y unos quince (15) indirectos, además se producen alimentos procesados (pulpa de fruta), que no solo se venden y distribuyen al mayor hacía distintas zonas del país, sino que además pueden adquirirse al detal y a bajo costo directamente en la fábrica, a módicos precios.